El país de las verdades fragmentadas
Por Gustavo Salazar
Vivimos en un país donde la política se aferra a la mínima legitimidad que le da el reglamento, mientras la sociedad real se queda sin representación. Los que gobiernan ajustan con la lapicera en la mano, los que dicen oponerse se limitan al tuit fácil, y la justicia, con sueldos irreales, no mueve un dedo de oficio. Entre tanto, el pueblo vuelve a revolver la basura.
Los medios tampoco son inocentes. Los grandes conglomerados tienen dueños con intereses claros, y cada noticiero o portal acomoda la verdad a conveniencia. La misma noticia puede ser “crisis terminal” en una pantalla y “turbulencia pasajera” en otra. El viejo escucha la radio, el adulto navega streaming y cable, los jóvenes hacen scroll en TikTok: cada uno recibe un país distinto. No es pluralidad, es fragmentación planificada. Un mar de voces que atormenta con verdades parciales, sembrando antagonismos y dividiendo más a la sociedad.
Mientras tanto, la política celebra que aún exista esa minoría fanática que garantiza la legitimidad del voto. Pero, ¿qué pasa con la mayoría que ya no se siente representada? Esa mayoría también vive, trabaja y sufre. Y sin embargo, parece invisible. Se la deja afuera, como si su desafección no contara.
Y lo más alarmante: tanto oficialismo como oposición juegan su papel en un escenario muy lejos de la realidad. Ejemplo claro: las personas con discapacidad a las que se les quitó el beneficio. Ni siquiera se acata la orden de volver a foja cero. En ese “jugar al límite” no hay abstracciones: hay personas reales, desgastadas, que ya no tienen fuerza de lucha. Cada beneficio perdido es una enfermedad nueva, una preocupación que enferma el alma y el cuerpo. Ese zarandeo, ese colador que deja caer a los más débiles, en algún punto termina matando.
Pero esa tragedia no ocupa espacio en la agenda pública: allí el aire se lo llevan el antagonismo y la pelea sensacionalista. Mientras, los que disfrutan de las mieles del poder, desde la cima de un buen salario y coberturas sociales, miran la realidad de los empobrecidos como si fuese un espectáculo en una pecera. A lo sumo la conocen por un posteo, por lo que dice un fanático en la red. No entienden —toda la política no está pudiendo entender— la complejidad y la diversidad de un país que se desangra entre relatos cruzados.
La pregunta es directa y molesta: ¿quién defiende hoy a los jubilados, a las personas con discapacidad, a los trabajadores que hacen malabares para comer? ¿Quién habla de ellos sin convertirlos en excusa para su propio relato?
Nadie mezquina salmuera cuando es de otro lomo el tajo, decía José Larralde. Y en Argentina, los tajos siempre caen sobre el mismo lomo.
No se trata de miedo al cambio, ni de romanticismo político. Se trata de dignidad. Y esa, todavía, no se vota cada cuatro años: se defiende todos los días.
