El sistema que colapsa y el despertar inevitable
✍️ Por Gustavo Salazar
Hace tiempo que miro con observación cada vez más aguda. Siento a los políticos cada vez más lejos, encerrados en su propio juego, mientras la gente común se aleja de las urnas con una mezcla de apatía y hastío. Me llama la atención esa porción cada vez más grande de ciudadanos que prefiere pagar la multa antes que ir a votar. Y no es una cifra menor: la multa misma, que llega como obligación en nombre de la democracia, funciona como recordatorio de que lo importante para la política no es tanto el voto como tal, sino garantizarse una mayoría que le dé legitimidad a un vaciamiento que se repite.
En este clima, las palabras de Pato Bonato golpean con fuerza: “Tu voto nunca sirvió para nada”. La frase incomoda, pero no porque falte a la verdad, sino porque desnuda la trampa de un sistema diseñado para que nunca ganes.
Podés cambiar de boleta, podés ilusionarte con que “esta vez será distinto”, pero el tablero está armado de tal manera que los resultados son siempre los mismos. Basta ver cómo funcionan los grandes directorios de empresas: si quien preside es afín a un partido y ese partido pierde, otro de sus miembros, más cercano al nuevo gobierno, ocupa su lugar. Todo sigue igual, apenas con un cambio de etiqueta. Así, gane quien gane, ellos nunca pierden. Los bancos ajustan sus ganancias según la política monetaria de turno; las energéticas consiguen subsidios o aumentos tarifarios sin importar quién gobierne; los grupos que concentran alimentos imponen precios aun en las peores crisis.
La política electoral es apenas una puesta en escena. El poder real no se somete a elecciones: lo tienen los que financian campañas millonarias, los medios que moldean la agenda diaria y los grandes grupos económicos que deciden el rumbo. Esos mismos que producen armas y necesitan que haya conflictos para venderlas. Porque, ¿de qué viviría una empresa armamentista si no existieran Estados dispuestos a inventar o sostener guerras? Esos mismos que hacen de la salud un negocio, donde una pastilla puede costar lo mismo que un salario entero. Ningún partido, de ningún signo, rompe esa lógica: unos negocian con convenios, otros con patentes, pero el fondo se mantiene intocado.
Mientras tanto, abajo, nos entretienen con la grieta. Nos convencen de que el enemigo es el vecino que vota distinto, que la verdadera batalla se juega en la sobremesa familiar o en las redes sociales. Esa es la trampa perfecta: dividirnos para que nunca miremos hacia arriba. Así, los de abajo gastamos energías en discusiones estériles mientras los beneficios se reparten en silencio en las alturas.
A esto se suma el bucle interminable de los partidos. Uno gobierna y genera una crisis; el siguiente llega prometiendo soluciones, pero en el intento abre un nuevo agujero. Uno toma deuda, el que sigue dice que no tiene otra opción que pagarla, y en ese proceso vuelve a endeudarse. El espiral nunca se detiene. El discurso siempre es el mismo: “nos dejaron tierra arrasada”. Cada nuevo gobierno se victimiza para ganar tiempo, mientras el pueblo escucha la misma excusa, década tras década. En ese juego, los acreedores internacionales cobran intereses, los bancos se enriquecen, los empresarios ajustan precios, y la pobreza sigue creciendo.
Por eso las palabras de Bonato resuenan como un llamado: el despertar no es dejar de votar, sino dejar de creer que votar es suficiente. El voto es apenas un rito. La verdadera transformación surge desde abajo: en los barrios, en las organizaciones sociales, en los sindicatos, en cada espacio donde la gente se organiza. La historia lo demuestra: ningún derecho fue regalado por arriba. Los derechos laborales, el voto femenino, las conquistas sociales, fueron arrancados por luchas colectivas.
Hoy el sistema muestra fisuras. Los parches ya no alcanzan. La desigualdad es demasiado evidente, los salarios no alcanzan, la deuda externa se convierte en una soga, la educación y la salud se degradan, el ambiente se consume en nombre de un modelo extractivista. El colapso es inevitable porque la maquinaria está oxidada y ya no tiene margen.
Por eso el llamado es claro: dejar de consumir lo que nos adormece y empezar a buscar lo que nos despierte. La propaganda, los discursos de ocasión, los relatos diseñados para dividirnos son anestesia. Lo que despierta es la organización, la memoria, la conciencia de comunidad.
Y hay una verdad que debería ser consigna: quien se recuerda quién es, no se puede controlar. Porque cuando un pueblo deja de pensarse como espectador y se reconoce como protagonista, ningún sistema puede someterlo. Ese es el temor de quienes gobiernan desde las sombras: que nos demos cuenta de que, pese a todas sus trampas, seguimos siendo mayoría.
El sistema está colapsando, y lo saben. Cada giro del bucle los acerca a su límite. La pregunta es qué haremos cuando caiga: si seguiremos peleando entre nosotros o si construiremos lo nuevo que inevitablemente vendrá. El despertar ya empezó. Y lo que despierta, nunca más vuelve a dormirse.