La vivienda no puede ser una rifa
Por Gustavo Salazar
En Chubut, la política habitacional vuelve a dejar al descubierto una contradicción dolorosa: lo que debería ser un derecho humano elemental termina reducido a un número en un bolillero. El Decreto 574/21 del Gobierno Provincial establece que la adjudicación de viviendas del Instituto Provincial de la Vivienda y Desarrollo Urbano se defina, en gran medida, por sorteo. Un sorteo. Una moneda al aire. Una bolilla que sale o no sale.
Quienes escriben estas normas suelen hacerlo desde una oficina de Rawson, con traje y corbata, lejos de los barrios, lejos del interior profundo, donde la espera por una vivienda propia se mide en décadas. Muchos de ellos nunca conocieron lo que significa pagar un alquiler que consume el sueldo entero, ni lo que es compartir una pieza con tres generaciones bajo el mismo techo. Cuando las viviendas se terminan —que no es siempre ni mucho menos suficiente—, el Estado decide tirar una moneda y dejar que sea el azar quien resuelva. Es un modo de administrar la escasez sin hacerse cargo del verdadero problema: la falta de planificación y continuidad en la construcción habitacional.
El sorteo podría aceptarse como mecanismo residual, una herramienta para resolver empates entre familias que están en igualdad de condiciones. Pero aquí, en Chubut, el sorteo se transforma en regla. Y eso duele, porque detrás de cada número hay historias de vida: personas que llevan más de 25 años inscriptas en un registro, familias que viven hacinadas, abuelos que nunca pudieron acceder a un crédito hipotecario, madres solteras que sostienen el alquiler con changas. El azar, entonces, reemplaza al compromiso.
Una encuesta socioeconómica bien hecha podría poner luz sobre la verdadera urgencia. No se trata solo de puntajes fríos ni de años de inscripción: se trata de reconocer la vulnerabilidad, la discapacidad, la violencia, la falta de ingresos, las condiciones indignas en las que vive una familia. Ese relevamiento existe en teoría, pero en la práctica se lo suplanta con un bolillero. Y ahí está la gran incoherencia: ¿cómo puede el Estado desentenderse de su obligación de priorizar al más necesitado?
La desproporción es evidente. Se estima que en toda la provincia hay cerca de 34 mil familias inscriptas en el IPV esperando una vivienda, mientras que los planes habitacionales en ejecución apenas llegan a unas pocas decenas por localidad. En Comodoro, por ejemplo, más de 12 mil familias anotadas compiten por apenas 19 casas, una de ellas adaptada para discapacidad motriz. A este ritmo, la posibilidad de acceder a una vivienda se vuelve casi una ilusión estadística. Y mientras tanto, se calcula que más de 120 mil chubutenses no tienen un techo propio.
Y hay un punto adicional que no se puede pasar por alto: este decreto no surgió de un debate público ni de una construcción colectiva. No pasó por la Legislatura, ni se discutió con municipios, sindicatos, cooperativas o asociaciones vecinales. No fue consultado con quienes conviven a diario con la necesidad habitacional. Se redactó entre escritorios, con asesorías jurídicas y firmas protocolares, pero sin la voz de la gente que hace años espera. Por eso, más que una norma representativa, lo que refleja es la mirada de una burocracia estatal que administra desde arriba sin escuchar desde abajo.
El problema es que esta práctica no solo es injusta: puede ser leída como una violación a los derechos reconocidos en la Constitución y en los tratados internacionales. El derecho a la vivienda digna está consagrado en el artículo 14 bis y en convenios internacionales con jerarquía constitucional. El Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU ha establecido que los Estados no pueden retroceder en políticas de garantía habitacional. Y aquí aparece el primer punto: el principio de no regresividad. Significa que el Estado debe avanzar siempre en la protección de derechos sociales y no retroceder. Si antes se aplicaban criterios socioeconómicos para adjudicar viviendas y ahora se reduce todo a un sorteo masivo, estamos frente a un retroceso.
El segundo punto es la discriminación indirecta. Tratar a todos los postulantes como iguales, sin ponderar las situaciones de vulnerabilidad más graves, no genera igualdad, sino el efecto contrario: profundiza la exclusión de quienes más necesitan. Una familia con un integrante con discapacidad, o en situación de violencia, debería tener prioridad real, no quedar al azar de una bolilla. Al no distinguir, el Estado discrimina.
¿Y entonces? ¿Cómo es que nadie denuncia este atropello? ¿Por qué la vida transcurre como si nada, mientras se juega al límite de la legislación? La respuesta parece estar en la naturalización del desamparo: se acepta que el sorteo es “lo menos malo”, se celebra la transparencia de un bolillero en lugar de exigir la justicia de un sistema basado en derechos. Mientras tanto, las familias se enfrentan entre sí, las que quedaron afuera critican a las que quedaron adentro, y la política levanta las manos diciendo que “el trabajo ya está hecho”.
El acceso a la vivienda está reconocido como derecho en la Constitución Nacional y en tratados internacionales. Pero en la realidad chubutense, ese derecho se transforma en lotería. Y no hay nada más cruel que hacer depender la dignidad de una familia de la suerte de un sorteo. El discurso oficial habla de transparencia e igualdad de oportunidades. Pero la igualdad no se logra poniéndolo todo en manos del azar. Se logra con planificación, con continuidad de programas, con presencia en el territorio, con decisión política de invertir en lo que realmente cambia la vida de la gente.
Si existiera un programa constante, previsible, que año tras año construyera viviendas en cada localidad, el sorteo podría ser tolerable. Porque quien no salga favorecido hoy, sabría que tendrá una nueva oportunidad mañana. Pero en el vacío actual, perder en un sorteo puede significar no tener nunca más la posibilidad de acceder a una casa propia. La vivienda es más que cuatro paredes y un techo: es el lugar donde una familia proyecta su vida, cría a sus hijos, sueña con un futuro. Convertir ese sueño en un juego de azar no solo es irresponsable, es profundamente injusto.
La política habitacional de Chubut necesita recuperar el sentido humano y social. No se trata de administrar la escasez con bolillas, sino de generar soluciones con planificación, equidad y sensibilidad. Porque mientras el Estado elige sortear derechos, miles de familias siguen esperando en silencio, con la llave de la esperanza cada vez más lejos de su mano. La vivienda no puede ser una rifa. La vivienda es un derecho. Y los derechos no se sortean: se garantizan.